Hola, soy nuria

Nací y crecí en la Costa Brava, Catalunya. Hace algunos años crucé mares —literal y emocionalmente—. Dejé mi país y con él, muchas certezas, vínculos y versiones de mí misma. Comencé una nueva vida en un lugar nuevo, un cambio que transformó no solo mi vida exterior, sino también mi mundo emocional. Migrar fue un cambio profundo, no solo en lo externo: también en mis vínculos, en mis costumbres, en mi forma de entender el amor y el apego. Dejar mi país me obligó a aprender a soltar. Viví muchos duelos, algunos visibles, otros silenciosos.

Pero lo más difícil no fue cambiar de país. Lo más difícil fue soltar a personas que ya no podían acompañar mi camino, relaciones que amé pero que me apagaban, vinculos que ya no me elegian y lealtades familiares que me ataban más al miedo que al amor.

También fue enfrentar la culpa: la culpa de poner distancia, de no estar presente, de temer que algo les pasara a los míos y no poder estar ahí.

Aprender a vivir con esa ausencia invisible, con la sensación de estar entre dos mundos —ni del todo aquí, ni del todo allá—, fue una de las partes más duras del proceso.

Tuve que aprender a soltar. Y no fue fácil.

Soltar no es simplemente alejarse. Es asumir el riesgo de perder lo que una parte de ti aún quiere conservar. Es reconocer que algunas relaciones no sobrevivirán a tu crecimiento, a tus límites, a tu necesidad de cuidarte. Y eso duele.

En mi caso, soltar implicó aceptar que al poner distancia, probablemente perdería amistades que quise sostener, aunque ya no me hacían bien. Sentí miedo a ser malinterpretada o a parecer egoísta, a que por ponerme primero, perdiera todo lo que conocía: afectos, pertenencias, rutinas, historias compartidas. El miedo al vacío era tan grande como el dolor de lo que me estaba dañando.
Solté vínculos que ya no me elegían, pero a los que yo seguía aferrada por costumbre, por apego o por la ilusión de que algún día volverían a ser lo que fueron.

Soltar fue, en realidad, empezar a elegirme. No de una vez, sino muchas veces. Y aunque dolió, descubrí que es posible romperse un poco... sin destruirse por completo. Que del otro lado de ese miedo, había algo que nunca había tenido: paz. Y que en vez de perderme, me encontré a mi misma. Aprendí que soltar no es rendirse: es elegir seguir caminando, incluso con miedo.

Con los años y después de conocer muchas historias acompañando a otras personas, descubrí que eso que tanto duele —el no poder soltar— es más común de lo que parece. No es debilidad. No es obsesión. Es un mecanismo de supervivencia.

Por eso acompaño a personas que se sienten atrapadas en relaciones que no pueden soltar —parejas, vínculos familiares, etapas laborales etc.  Personas que se quedaron enganchadas a una promesa, a una herida, a la culpa o al miedo a quedarse solas. Personas que buscan reencontrarse, recuperar su calma y confiar en sí mismas otra vez.

Durante ese proceso descubrí algo que cambió mi forma de entender la terapia: que no se trata de dejar de sentir, sino de aprender a moverte con lo que sientes.

Y de esta experiencia nació 🌊 Cruzando Mares : de la certeza de que, aunque el mar asuste, siempre hay orilla. Puedes leer más aquí sobre que significa para mi